Viven allí los gusanos más
oscuros, y son como cordones negros las raíces de las plantas, y los hilos de
agua subterráneos, prolongados como un lino palpitador.
Dicen que hay otros aún:
los gnomos, no más altos que una vara de nardo, barbudos y
regocijados.
He aquí lo que hablaron
cierto día, al encontrarse, un hilo de agua y una raíz de rosas:
-Vecina raíz, nunca vieron
mis ojos nada tan feo como tú. Cualquiera diría que un mono plantó su larga
cola en la tierra y se fue dejándola.
Parece que quisiste ser una lombriz, pero no
alcanzaste su movimiento en curvas graciosas, y sólo has aprendido a beberme mi
leche azul. Cuando paso tocándote, me la reduces a la mitad. Feísima, dime,
¿qué haces con ella?
Y la raíz humilde
respondió:
-Verdad, hermano hilo de
agua, que debo aparecer ingrata a tus ojos. El contacto largo con la
tierra me ha hecho parda,
y la labor excesiva me ha deformado, como deforma los brazos al obrero.
También yo soy una obrera;
trabajo para la bella prolongación de mi cuerpo que mira al sol. Es a ella a
quien envío la leche azul que te bebo; para mantenerla fresca, cuando tú te
apartas, voy a buscar los jugos vitales lejos. Hermano hilo de agua, sacarás
cualquier día tu esencia al sol. Busca entonces la criatura de belleza que soy
bajo la luz.
El hilo de agua, incrédulo
pero prudente, calló, resignado a la espera.
Cuando su cuerpo
palpitador ya más crecido salió a la luz, su primer cuidado fue buscar aquella prolongación
de que la raíz hablara.
Y, ¡oh Dios!, lo que sus
ojos vieron.
La Primavera reinaba
espléndida, y en el sitio mismo en que la raíz se hundía, una forma rosada, graciosa
engalanaba la tierra.
Se fatigaban las ramas con
una carga de cabecitas rosadas, que hacían el aire aromoso y lleno de secreto
encanto.
Y el arroyo se fue, meditando por la pradera
en flor.